Escrito por José Joaquín Gori.
Embajador de Carrera

 

La situación en Venezuela no por lo dramática deja de ser además confusa y abierta a toda clase de interpretaciones. En el derecho internacional no se encuentran respuestas contundentes ni absolutas al dilema creado por el caos institucional que inició Chávez y que bajo Maduro ha llevado a la desintegración interna de una nación.

Ahora tenemos que hay un presidente no electo pero designado por el único órgano con legitimidad en Venezuela, una especie de gobernante “in loco parentis” reconocido en rápida sucesión por varios Estados bajo el liderazgo de los Estados Unidos; mientras se aferra al poder otro presidente electo por sus propios esbirros, que es la suma de todas las barbaridades humanas.

El reconocimiento de Estados y de gobiernos no está sujeto a reglas estrictas ni condiciones taxativas. En lo internacional la legalidad tanto de las actuaciones del dictador Maduro y sus esbirros como de los actores internacionales que se le oponen es una armazón gelatinosa. Es la política la que define el punto; no la justicia. En el sistema interamericano no tiene discusión el hecho que el régimen despótico de Maduro ha pisoteado los principios y propósitos adoptados en la Carta de la OEA y que comprometen a todos los miembros de la Organización. En este ámbito regional el quiebre de la democracia puede provocar todas las sanciones y medidas que sean necesarias para restaurarla. En la arena internacional la situación es más compleja. Bajo simple criterio de supervivencia la comunidad internacional ha tenido que aceptar que impere el principio de la autodeterminación, que siempre corre paralelo con el de no intervención. Esto en palabras simples significa que en lo interno las células políticas denominadas Estados pueden organizarse como quieran, siempre que cumplan con los tratados en vigor y que no cometan actos que amenacen la seguridad y la paz internacionales.

Un Estado nace cuando un grupo humano se establece en un territorio y logra gobernarse con independencia. Si posee los elementos básicos el reconocimiento de su personería por parte de otros sujetos de derecho internacional tiene meros efectos declarativos, pues con o sin reconocimiento la nación existirá. Su problema será cuando trasiegue en el mundo internacional. Alguna semejanza se le puede encontrar a la situación que enfrentan quienes no ingresan legalmente a un país: existir, existen; pero se les dificulta la pervivencia legal. Esto es lo que le está ocurriendo a la otrora próspera y orgullosa nación venezolana por causa de la cáfila de rufianes que tienen a Maduro en el poder.

De todas formas, la sociedad internacional no se compone de meros Estados, que son los sujetos primarios, pues ellos mismos consolidaron la práctica de dar vida a otros sujetos, que podrían englobarse como organismos. En la materia no existen reglas sino prácticas, y bajo esta óptica el reconocimiento que cada país quiera hacerle a Juan Guaidó como presidente ad interim de Venezuela no es legal ni ilegal sino político. Siendo así sus efectos tampoco son jurídicos, pero si políticos.

Un desarrollo de los acontecimientos generó un aspecto particularmente interesante: el vociferante Maduro reaccionó contra los Estados Unidos rompiendo relaciones y dándole 72 horas de plazo a los diplomáticos de esa nación para que abandonen Venezuela. La respuesta del Secretario de Estado Pompeo es que como no reconocen al “ex” Maduro como gobernante de Venezuela no tienen por qué acatar sus disposiciones. La ortodoxia en la práctica diplomática de las naciones no contempla una tal hipótesis. Para mal o para bien se tienen relaciones con quien ejerce o detenta el poder. Las embajadas no se pueden acreditar ante la oposición, o ante quién el Estado que las manda decide que es el legítimo gobernante. Esto es verdad de a puño en la teoría. Sin embargo, en la práctica los Estados Unidos siempre han sido muy originales en su manejo de la diplomacia. Ahora plantean con su postura la tesis imaginativa de que una embajada se puede mantener pese a que se hayan roto relaciones con el gobierno, o pese a que no se reconozca a ese gobierno. Esto lleva a otra cuestión ¿quién queda obligado en tal caso a respetar la inviolabilidad de la misión y de sus agentes, así como la inmunidad de jurisdicción? ¿La oposición? ¿El gobierno o mandatario reconocido por el Estado acreditante, pero que no es en realidad gobierno porque no gobierna? Tal parece que esto no le importa a Mr. Pompeo. Los garantes de las inmunidades de esta embajada ante nobody serán los propios Estados Unidos.

La teoría aquí tiene que acomodarse a la realidad: sólo un país con el espectacular poderío de los Estados Unidos puede mantener tan insólita actitud. Si la dictadura que arrasa Venezuela quisiera emplear la fuerza para expulsar a los diplomáticos una vez transcurrido el plazo para que desalojen, se armará la de Troya. Fue una jugada en un tablero en el que las reglas del ajedrez se van creando por el camino.

Restaurar la democracia en la hermana República es una tarea que debe unir a los países americanos, que desde su nacimiento a la vida independiente acogieron la democracia representativa como necesario sistema de gobierno. En ese orden de ideas la ruptura de relaciones y todas las medidas que admite el derecho internacional son válidas. El límite lo impone el principio de que el fin no justifica los medios. Cuando este parámetro se burla por activa o por pasiva se empieza a caminar sobre terreno resbaladizo del que luego nunca se sale indemne. A la luz de estas consideraciones puede sostenerse que el reconocimiento del dignatario designado provisionalmente para llenar un vacío de poder es un acto internacional que cada gobierno puede adoptar sin violentar el equilibrio internacional. Ya en lo interno tendrá que responder por los cuestionamientos que sus propios órganos de control le hagan.

De resto, habrá que esperar el fluir de los acontecimientos, y si la corriente no se encauza por el sendero democrático, pues no escatimar esfuerzos para que su rumbo sea el correcto. Lo que no se puede es jugar con las reglas, como lo hemos venido haciendo de un tiempo para acá. No tiene fundamento alguno la tesis del gobierno Santos de los fallos inaplicables, como se pretendió tras el fallo en la disputa con Nicaragua. Mucho menos claro fue aquello de los acuerdos en desarrollo, una curiosa figura con la que el negociador De la Calle explicaba el porqué de la maleabilidad de lo que se había acordado en La Habana. Ahora tenemos la proclama de que este gobierno no reconoce los protocolos firmados con la guerrilla por la administración Santos, algo también fuera de lugar. La pepa del pastel es la genialidad del ex ministro Aurelio Iragorri, quien ha defendido con ardentía que es obligación del Estado respetar los protocolos, que no conoce pero que no son secretos sino reservados. Luego de reconocer que nunca conoció los protocolos, aclara que son reservados porque se refieren a aspectos sobre la seguridad del Estado. No lo entiendo. Si no conoce su texto ni los ha visto ¿cómo sabe sobre qué versan? Sólo en la dimensión desconocida puede darse esto de pactos que obligan aunque no se conozcan.Valdría la pena recordar que desde el infame pacto Ribbentrop – Molotov la diplomacia secreta quedó abolida.

Pero sólo en esa misma dimensión se puede dar el caso de compromisos asumidos por un gobierno ante terceros países garantes, que luego no obligan a los sucesores en el poder.

¿Es el mundo Trump?

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