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América Latina
Instituciones, desarrollo y democracia

Dra. Constanza Mazzina

Pensar América Latina implica una reflexión sobre una región diversa y heterogénea, con enormes disparidades en cuanto a su desarrollo. Un informe del año 2005, realizado como parte del capítulo latinoamericano de Global Trends 2020, un proyecto desarrollado por el Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, indicaba que para los próximos 15 años se proyecta que las democracias latinoamericanas padecerán nuevas formas de crisis política favorecidas, en gran medida, por el debilitamiento de los partidos políticos. El informe explicaba que esta debilidad no conllevaría el surgimiento de nuevas agrupaciones, sino que favorecerá la ocurrencia de fenómenos como el movilizacionismo, la videopolítica y los liderazgos carismáticos. Hoy podemos afirmar que uno de los mayores desafíos que enfrenta la región es en el seno mismo de la democracia: el cambio en los partidos políticos, considerando que en los últimos procesos electorales ocurridos en América Latina nuestra atención se ha centrado en el aumento de una variedad de candidatos y movimientos populistas de izquierda o derecha.

En la región encontramos una enorme heterogeneidad que se expresa en muchos planos, resaltamos al menos dos: primero, el menor o mayor grado de independencia y fortaleza de las instituciones. Así, algunos casos se destacan por vapulear de manera permanente derechos y libertades democráticas, otros, por fortalecer las mismas instituciones que son el basamento de y para la democracia. En segundo término, la política exterior, fundamentalmente analizada en función de la relación con los Estados Unidos y también con China, Rusia y con la propia región, aparecen entonces agendas diferentes que tienen concepciones distintas, hasta opuestas, sobre el sistema internacional y las oportunidades y desafíos que aparecen.

Así, una América Latina en dos tiempos, o a dos tiempos. En consonancia con el pensamiento de Douglas North, podemos indicar que las sociedades que han logrado un desarrollo económico sostenido son, en general, aquellas que han establecido un sistema político estable con gobiernos cuyos poderes han sido limitados y equilibrados entre sí. Se trata de países en los que ha funcionado un sistema de instituciones basadas y respaldadas en ideas o creencias compartidas, que obligan a las autoridades a preservar la vida, los derechos y las libertades de los individuos. En otras palabras, donde impera el estado de derecho. Siguiendo a Douglas North, entendemos por instituciones las reglas de juego que determinan o encauzan la conducta de los individuos, tanto si provienen de fuentes formales –constituciones, leyes- o informales, entre las que se cuentan las prácticas cotidianas, los usos y costumbres, las tradiciones.

¿Cuál es el estado de la democracia hoy en América latina? La democracia ¿se ha consolidado? La tercera ola democrática, aquella que empezó a inicios de los ochenta y se extendió por toda la región, ¿está en recesión? ¿Somos más o menos democráticos? Algunas de estas preguntas se repiten frecuentemente cuando se piensa, discute, analiza sobre el estado de nuestras democracias. Hace varios años que el académico norteamericano Larry Diamond afirma que la democracia está en retroceso. Las democracias latinoamericanas, resultado de la tercera ola de democratización, están entrando en su cuarta década en una zona gris. En esta zona los regímenes políticos no poseen características totalmente democráticas ni autoritarias, sino que resultan en nuevos “regímenes híbridos”, según el autor. Hasta hace algunos años veíamos que, si bien la democracia no resolvía todos los problemas, era preferible a otras formas de gobierno. En muchos casos, con el recuerdo aún fresco de las dictaduras y en medio de crisis económicas, la democracia se sobreponía, tenía capacidad de resilencia. Sin embargo, ya desde hace años los datos muestran que la preferencia democrática ha llegado a su fin. Hoy prevalece la insatisfacción generalizada con el funcionamiento democrático: para 7 de 10 latinoamericanos la democracia no funciona, solamente 2 de cada 10 se manifiestan satisfechos. La satisfacción con la democracia ha disminuido constantemente de un 44% en 2008 hasta un 24% en 2018, en ningún país de la región hay una mayoría satisfecha, sólo en tres países este resultado se acerca a tener uno de cada dos ciudadanos satisfechos: Uruguay con 47%, Costa Rica con 45% y Chile con 42%. En Brasil sólo el 9% está satisfecho, mientras en Nicaragua es 20% y en Venezuela el 12%. En este escenario, la democracia ha dejado de ser la única alternativa posible. Estamos a las puertas del fin del consenso democrático que primó en las primeras décadas de la transición democrática.

La literatura sugiere que hay tres elementos que, combinados, dan lugar a una democracia moderna: primero, el estado tiene el monopolio del poder coercitivo en un territorio determinado y debe asegurar la paz.  Segundo, el rule of law, que refleja valores comunitarios y está por sobre todos los ciudadanos, incluyendo a los propios gobernantes. Por último, la rendición de cuentas, que asegura la responsabilidad estatal para con los intereses de la comunidad por medio de las elecciones. El error en el que caen las democracias actuales es en asegurar solo elecciones mientras que se descuida la capacidad del estado y el cumplimiento de la ley. El índice de Estado de Derecho (rule of law Index), realizado por el World Justice Project nos mostraba para 2018 que Brasil obtenía un 0.54, donde puntuaciones cercanas a 1 indican un mayor respeto o cumplimiento del estado de derecho y 0 indicaría su ausencia.  Por su parte, Argentina obtuvo un 0.58, Perú un 0.52, México 0.45, Bolivia 0.38 y Venezuela 0.29, encontrándose al final de la tabla.

Respecto a los partidos políticos, en un informe reciente de Latinobarómetro se destaca que: “de manera similar se comporta en la región la confianza en los partidos políticos que alcanza un promedio regional de 13% en 2018, perdiendo desde 2013 cuando alcanzó 24%, once puntos porcentuales” La confianza en los partidos políticos se muestra casi inexistente en El Salvador con 5%, Brasil con 6% y México con un 11%. Si prestamos atención a estos números, los resultados de las elecciones en Brasil, con el triunfo de Bolsonaro, en México con López Obrador y en El Salvador, con Bukele, se explican perfectamente. A esta lectura debemos agregarle otros componentes propios de cada país, pero el relato que tienen en común es la crisis de los partidos tradicionales: el PT, el PRI, Arena y FMLN por citar los casos más emblemáticos. El ascenso de estos fenómenos nos interpela sobre la propia calidad democrática. La literatura describe estas “nuevas realidades” como recesión democrática y hace hincapié en la idea de “régimen híbrido”, algunos las denominan “democracias iliberales”. Lo cierto es que democracia y liberalismo abordan dos cuestiones diferentes: la democracia es una respuesta a la pregunta de quién gobierna. Requiere que el pueblo sea soberano. Si no gobiernan directamente, al menos deben poder elegir a sus representantes en elecciones libres y justas. Por el contrario, el liberalismo no prescribe cómo se eligen los gobernantes, sino cuáles son los límites de su poder una vez que están en el poder. Estos límites, que en última instancia están diseñados para proteger los derechos del individuo, exigen el estado de derecho y generalmente se establecen en una constitución escrita e implica que a ella se atienen gobernantes y gobernados.  Los sucesivos cambios en la letra constitucional (las reglas de juego) de varios gobernantes latinoamericanos en estos años es muestra de la vulnerabilidad del estado de derecho. La democracia de calidad requiere un verdadero estado de derecho democrático: que garantice los derechos políticos, las libertades civiles y los mecanismos de rendición de cuentas y limite los posibles abusos de poder.  

En el año 2013, el Dr. Serrafero sintetizó en dos tipos de democracia la conjunción de estos elementos. En una conferencia dictada en la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, sostenía la distinción entre la democracia liberal republicana y la democracia populista. En primer lugar, la democracia liberal republicana es heredera de las tradiciones que le dan su nombre, y de cada una de ellas recupera y precisa los elementos que la definen. Los elementos fundantes de la primera son el respeto por los derechos de los individuos, entendidos como libertades básicas (reunión, opinión, asociación, prensa), los mecanismos de frenos y contrapesos (check and balances), la temporalidad en el ejercicio del poder y la rotación en cargos públicos y la transparencia y rendición de cuentas (accountability) de los gobernantes. Si el liberalismo desconfía del poder, de allí su necesaria limitación, el republicanismo se define por oposición al cesarismo. En esta concepción de democracia ningún actor tiene jamás en sus manos todo el poder por un período de tiempo indefinido ni tiene la oportunidad de ejercerlo sin control ni contrapesos. En la genética de estas tradiciones está el respeto por quien piensa diferente (libertades) y la tolerancia. El estado de derecho es la condición necesaria de este andamiaje y el gobierno (y el gobernante) no puede hacer y deshacer la ley a su antojo, sino que la ley está por encima de aquél.

La democracia populista, por su parte, precisa el mecanismo electoral para llegar al poder, pero una vez en el poder despliega cierto tipo de comportamientos diferentes. Empecemos por señalar que afecta primero la cultura pluralista (libertades, respeto, tolerancia) y las instituciones que promueven la limitación del poder y la rendición de cuentas. Así, Serrafero señalaba que la práctica de la democracia populista se centra  en: la personalización del régimen, el predominio del poder ejecutivo en desmedro de los otros poderes, los que son subordinados, colonizados, redefinidos o cooptados por la centralidad presidencial; hay una permanente descalificación de la oposición y de los medios de comunicación no afines, la aplicación de la ley es desigual por lo que se desdibuja el estado de derecho y hay un uso de la historia y de la conspiración como formas de relatar la realidad. El objetivo último es la refundación del estado, del orden económico, político y social. De allí, las necesarias reformas constitucionales que den legitimidad a este nuevo orden. La violencia es una consecuencia de la omnipotencia de la mayoría y de la lógica pueblo-antipueblo. Como decía Serrafero “la lógica de la polarización y el conflicto reemplaza a la lógica de la negociación y la resolución pacífica de controversias entre los distintos sectores e intereses”. La ley política reemplaza el estado de derecho. 

En el mismo año que se publicaba el informe de Global Trends, Thomas Clive escribía “Understanding Latin American politics: six factors to consider”. Allí señala factores políticos en clave histórica cuya vigencia permanece aun hoy. En primer lugar, la tradición feudal, de la mano del caudillo y de las familias políticas, recorre las páginas de los libros de historia pero también de cualquier diario o periódico latinoamericano en estos tiempos. Abundan ejemplos desde Argentina a México. Segundo, la ausencia de una cultura política común. La frase que define la democracia como el “only game in town” no ha sido posible ni es posible aún hoy.  El autor sugiere también que la plétora de ideologías políticas y la falta de un consenso político son problemas que permanecen sin resolver, agregando lo que denomina la montaña rusa del desarrollo. El último punto planteado por Clive es el que refiere a instituciones políticas inestables y subdesarrolladas y el rol de la personalidad política. Esto se relaciona con todos los puntos nombrados anteriormente: la debilidad institucional termina facilitando el personalismo en la región. La dependencia latinoamericana de líderes carismáticos parece ser la nota típica de nuestras sociedades en gran parte del subcontinente. Los presidentes electos tienen la costumbre de desconocer los límites que las constituciones les imponen y olvidar la importancia de los controles institucionales, interpretando los mismos como una molestia innecesaria. Un gris entre democracia delegativa y otras formas disminuidas de democracia, que se aproximan paulatinamente -y peligrosamente- a regímenes híbridos.  Latinobarómetro señalaba que “el lento declive de la democracia es invisible, como la diabetes, podemos constatar la existencia del problema, pero salvo excepciones los países no acusan síntomas que llamen a la alarma de los actores políticos y sociales. La indiferencia ante el tipo de régimen aumenta a 25% de un 23% en 2016. Uno de cada cuatro latinoamericanos es indiferente al tipo de régimen. El desencanto con la política está teniendo consecuencias para la democracia.”

Respecto al otro rasgo de nuestra heterogeneidad, está dado por la relación con las grandes potencias. Como señalaba la BBC el año pasado, a pesar de los esfuerzos realizados por el gobierno estadounidense por impedir el avance de rusos y chinos en la región, es imposible negar la consolidación de la presencia de estas naciones en los países sudamericanos. En particular, es evidente el incremento de empresas chinas en la región, demostrando un avance importante en materia económica. Así lo señalaba el informe de Global Trends ya en el 2005: “la tendencia hacia la globalización continuará en los próximos quince años, pero el centro de gravedad de la economía mundial girará hacia los países asiáticos”. El posicionamiento externo de la región también se divide entre aquellos que propician una relación madura con los Estados Unidos y aquellos que persisten en culparlos de todos sus males. Los Estados Unidos como enemigo externo sigue teniendo eco en la retórica latinoamericana.

Llegamos, finalmente, a un 2019 más incierto que aquellas predicciones. Más incierta, insegura y más violenta, América Latina vuelve a confiar en líderes carismáticos que, detrás de falsas promesas, abandonan paulatinamente el camino democrático.  

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